lunes, 29 de septiembre de 2014

La parábola de los leñadores, Esto es el Discipulado.


Había dos leñadores que hicieron una apuesta para ver quién cortaba más árboles en una semana. Uno se llamaba Pedro y otro se llamaba Juan. Llegaron el día lunes para cortar los árboles con mucho esfuerzo y sin descanso. Toda la mañana cortaron los árboles y al medio día Juan se retiró a su cabaña, regresó más tarde y mientras pedro seguía cortando, cortando y cortando árboles. Al final del día Pedro había cortado veinte árboles y Juan también había cortado veinte árboles. La apuesta se ponía muy interesante.

El martes, igual que el día anterior comenzaron el trabajo. Al medio día Juan interrumpe, se va a su cabaña y Pedro dice: Voy a aprovechar que está descansando para cortar más árboles. Al final del día Pedro había cortado sólo dieciocho y Juan continuó cortando veinte.




El día siguiente, miércoles, la misma historia. Llegan, comienzan a cortar árboles desde el amanecer. Al medio día Juan se va a su cabaña. Pedro sigue cortando árboles y pegándole con su hacha y dice: Ahora sí le voy a ganar. Pero al contar los árboles Pedro sólo había cortado dieciséis y Juan cortó veinte.

Sucedió lo mismo el jueves, sólo que al resultado final del día Juan había cortado veinte y Pedro solo catorce. Luego el viernes sucedió lo mismo. Al final Pedro no entendía por qué cada día cortaba menos árboles mientras que Juan que se iba a descansar cortaba siempre la misma cantidad de árboles.



Y entonces cuando se dio por vencido, cuando vio los números, porque Juan seguía cortando los mismos veinte árboles el lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y en cambio él descendía de veinte, dieciocho, dieciséis, catorce, doce. Y le preguntó a Juan. Yo no entiendo por qué, si tú te vas a descansar, ¿cómo es que tú sigues cortando más árboles que yo? Y Juan le respondió. No, yo no me voy a descansar. Yo me voy a afilar el hacha. Yo no me voy a descansar. Yo voy a afilar el hacha para que tenga filo y pueda seguir cortando.



Habíamos dicho en la anterior publicación que sólo el encuentro con el Maestro permite al Discípulo dar el primer paso al verdadero discipulado. La verdadera autoconciencia del yo discípulo es la que nos permite, conociendo de donde partimos, conseguir la meta trascendente a la que todos estamos llamados.

“El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo.” Is. 50,4

Sólo en la medida en la que el discípulo vuelve su mirada al Maestro, (el único que es capaz, desde lo trascendente y externo al yo, de afilar el camino de la autoconciencia), no sólo el mismo discípulo se encontrará a sí mismo sino también se afilará la capacidad del encuentro interpersonal con un otro, con un "tú", con un "él" que necesita encontrar su propia identidad de discípulo.

Esto es el Discipulado.


“Tenemos a nuestro Maestro dentro. Es Cristo. 

Si no puedes captar nada a través de tus oídos ni de tu boca, retorna a Él en tu corazón, porque Él es quien me enseña lo que tengo que decir y a ti te da como Él quiere” (San Agustín In ev. Jo. Tr 20, 3).





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martes, 23 de septiembre de 2014

El Encuentro formativo, un ENCUENTRO con el MAESTRO

Todo hombre que, habiendo creído encontrar en sí mismo, en su propia razón, el conocimiento necesario para su autodeterminación, no alcanza el pretendido resultado; se reconoce necesitado de un otro, “tú, él”, persona, cuya presencia y experiencia enriquece y abre camino al conocimiento del “yo persona”.

Para que dicha tesis pueda comprenderse me serviré de un fragmento del sociólogo George Simmel que nos permitirá, primero, comprender la circunstancia por la que nos es necesario el encuentro con un alter. Esto para que luego podamos definir si, segundo, la experiencia de un encuentro personal con otro alter trascendente nos alcanzará un escrutinio de mayor profundidad y claridad de nuestra propia inmanencia, de nuestro mismo ser.



"La intimidad de esta relación procede del hecho notable de que la mirada dirigida al otro, la mirada escrutadora es, en sí misma, expresiva; y lo es por la manera de mirar. En la mirada que el otro recoge, se manifiesta uno a sí mismo. En el mismo acto en que el sujeto trata de conocer al objeto, se entrega a su vez a este objeto. No podemos percibir con los ojos sin ser percibidos al mismo tiempo. La mirada propia revela al otro el alma al tratar de descubrir el alma del otro. Pero como esto, evidentemente, solo sucede mirándose cara a cara, de modo inmediato, nos encontramos aquí con la reciprocidad más perfecta que existe en todo el campo de las relaciones humanas.

Se comprende pues, porqué la vergüenza nos hace bajar los ojos al suelo, evitar la mirada del otro. No sólo porque de esta manera prescindimos de comprobar que el otro nos mira en situación tan penosa y desconcertante, sino por un motivo más profundo; y es que al bajar la vista privamos al otro de una posibilidad de conocernos, la mirada a los ojos del Otro no sólo me sirve para conocerle yo a él, sino que le sirve a él para conocerme a mí. En la línea que une a ambos ojos, cada cual transmite al otro la propia personalidad, el propio estado de ánimo, el propio impulso. En esta relación sensible inmediata encuentra aplicación efectiva la “política del avestruz”; el que no mira al otro escapa realmente, hasta cierto punto, a su mirada. Para que el hombre se halle completamente ante el otro, no basta que este le mire a él, es preciso que él también mire al otro." (1)

Claro está y en la evidencia de, leyendo lates líneas, reconocer experiencias propias que atestigüen su explicación. Pero ahora nos exigirá dar el segundo paso que es, habiendo medido las posibilidades de una autopenetración de la propia inmanencia por el encuentro de la mirada con una alteridad semejante, comprender el enriquecimiento de dicha autoconciencia a profundidades mayores del propio ser personal, de la esencia misma de la identidad del yo persona. Y para esto nos ayudaremos de un fragmento de Agustín de Hipona exponiendo su propia experiencia de encuentro con el Alter Trascendente, único que lo puede penetrar en su alteridad y guiar a su propio encuentro.


“¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí»”(2).

Sólo el encuentro con el Maestro permite al Discípulo dar el primer paso al verdadero discipulado. La verdadera autoconciencia de la esencia del yo persona es la que nos permite, conociendo de donde partimos, desde la inmanencia de la propia interioridad, caminar claramente por un camino de discipulado hacia la trascendencia de la eternidad.

1 Simmel, GeorgDigresión sobre una sociología de los sentidos – Apunte de cátedra - pág. 239)

2 Agustín, ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!, Las Confesiones.





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eso nos permitirá crecer a todos.


martes, 16 de septiembre de 2014

Educación, Formación,… Discipulado!

Cada hombre que viene al mundo es algo absolutamente nuevo que se presenta a la realidad, se hace existente. Dicha existencia no es transmisible, algo que pase de padres a hijos. El contenido genético es lo único que pueden entregar los padres, pero que no determinan el “yo persona”. El hijo es un nuevo ser que se descubre “yo” a sí mismo.

Ha surgido un nuevo tú (1) que tendrá que auto determinarse a sí mismo o, más aún, descubrir su verdadera y propia identidad en medio de una civilización degradada a una comunicación monologal rebosante de información de tipo anónimo (2) que más que contribuir a la búsqueda y desarrollo de la identidad del “yo persona”, arrastra a la dilución y pérdida del yo en un ensimismamiento egocéntrico propiciado por tales situaciones.

Por dicho motivo me he propuesto publicar una serie de artículos que nos permitan entender los aspectos de la realidad a la cual hago alusión, y de la que más adelante daré mayores características. Pero lo que en verdad es importante y es, por supuesto, a lo que dedicaré mis esfuerzos y palabras, el modo adecuado y los factores más relevantes substancialmente de este peregrinaje hacia el auto conocimiento descubriendo mi “yo conciente” como un “otro” del resto que conlleva en sí mismo una esencia, “ser personal” más accesible y a la vez único; más trascendente y a la vez cercano, de lo que los conceptos comunicacionales de la sociedad actual pretenden reducir.

Un elemento imprescindible para ello será la escucha empática en los formadores que, teniendo en cuenta, estos, dicha coyuntura, deberán encontrar herramientas que ayuden a los formandos a salir del desértico yo motivándolo a entrar en un tú que, enriqueciéndolos cognitiva y experiencialmente, ayude a aclarar su propia identidad, su yo persona, la realidad de su cuerpo sentiente. Y esto mis queridos lectores es lo que pretendemos propiciar en estas sucesivas entradas.




¿Educador, formador, Maestro?


Hay en el hombre un misterio que se siente, pero del que la razón no alcanza a dar razón. Todo intento del hombre de autodefinirse a sí mismo, con las fuerzas de la sola razón y su ciencia, no produce resultado. Es evidente que no basta una buena base antropológica para formar al hombre, “aquello que se nos presenta en frente”, sino que se necesita un criterio de valores universales, amor, verdad, justicia, libertad; y mirar al hombre como una unidad de cuerpo sentiente y alma espiritual. Únicamente el formador que sabe acercarse al educando, poseyendo el criterio y mirada ya mencionados, con una visión sobrenatural, es capaz de formarlo como hombre verdadero e íntegro.

Todo hombre que, habiendo creído encontrar en sí mismo, en su propia razón, el conocimiento necesario para su autodeterminación, no alcanza el pretendido resultado; se reconoce necesitado de un otro, “tú, él”, persona, cuya presencia y experiencia enriquece y abre camino al conocimiento del “yo persona”.

Puesto que no es ajeno comprender las dificultades que implican las mencionadas experiencias y que existe, si no en el conocimiento experiencial, ni en las categorías más específicas espirituales del propio credo, sí en la conceptualización sobrenatural del imaginario colectivo el cual es el “Alter” trascendente de modo divino frente al cual nos interpela de tal modo que su sola otreidad nos arranca del ensimismamiento egocéntrico en el que estamos sumergidos para alcanzar al fin el conocimiento de lo substancial de nuestro ser individual, de nuestro “yo personal”. Frente a tal Maestro se encontrará un Discípulo.

1 Cf. Víctor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 1991.

2 Cf. H. Gadamer, Verdad y Método II, Sígueme, Salamanca, 1998, 210.