Había dos leñadores que hicieron una apuesta para ver quién cortaba más árboles en una semana. Uno se llamaba Pedro y otro se llamaba Juan. Llegaron el día lunes para cortar los árboles con mucho esfuerzo y sin descanso. Toda la mañana cortaron los árboles y al medio día Juan se retiró a su cabaña, regresó más tarde y mientras pedro seguía cortando, cortando y cortando árboles. Al final del día Pedro había cortado veinte árboles y Juan también había cortado veinte árboles. La apuesta se ponía muy interesante.
El martes, igual que el día anterior comenzaron el trabajo. Al medio día Juan interrumpe, se va a su cabaña y Pedro dice: Voy a aprovechar que está descansando para cortar más árboles. Al final del día Pedro había cortado sólo dieciocho y Juan continuó cortando veinte.
El martes, igual que el día anterior comenzaron el trabajo. Al medio día Juan interrumpe, se va a su cabaña y Pedro dice: Voy a aprovechar que está descansando para cortar más árboles. Al final del día Pedro había cortado sólo dieciocho y Juan continuó cortando veinte.
El día siguiente, miércoles, la misma historia. Llegan, comienzan a cortar árboles desde el amanecer. Al medio día Juan se va a su cabaña. Pedro sigue cortando árboles y pegándole con su hacha y dice: Ahora sí le voy a ganar. Pero al contar los árboles Pedro sólo había cortado dieciséis y Juan cortó veinte.
Sucedió lo mismo el jueves, sólo que al resultado final del día Juan había cortado veinte y Pedro solo catorce. Luego el viernes sucedió lo mismo. Al final Pedro no entendía por qué cada día cortaba menos árboles mientras que Juan que se iba a descansar cortaba siempre la misma cantidad de árboles.
Sucedió lo mismo el jueves, sólo que al resultado final del día Juan había cortado veinte y Pedro solo catorce. Luego el viernes sucedió lo mismo. Al final Pedro no entendía por qué cada día cortaba menos árboles mientras que Juan que se iba a descansar cortaba siempre la misma cantidad de árboles.
Y entonces cuando se dio por vencido, cuando vio los números, porque Juan seguía cortando los mismos veinte árboles el lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y en cambio él descendía de veinte, dieciocho, dieciséis, catorce, doce. Y le preguntó a Juan. Yo no entiendo por qué, si tú te vas a descansar, ¿cómo es que tú sigues cortando más árboles que yo? Y Juan le respondió. No, yo no me voy a descansar. Yo me voy a afilar el hacha. Yo no me voy a descansar. Yo voy a afilar el hacha para que tenga filo y pueda seguir cortando.
Habíamos dicho en la anterior publicación que sólo el encuentro con el Maestro permite al Discípulo dar el primer paso al verdadero discipulado. La verdadera autoconciencia del yo discípulo es la que nos permite, conociendo de donde partimos, conseguir la meta trascendente a la que todos estamos llamados.
“El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento. Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo.” Is. 50,4
Sólo en la medida en la que el discípulo vuelve su mirada al Maestro, (el único que es capaz, desde lo trascendente y externo al yo, de afilar el camino de la autoconciencia), no sólo el mismo discípulo se encontrará a sí mismo sino también se afilará la capacidad del encuentro interpersonal con un otro, con un "tú", con un "él" que necesita encontrar su propia identidad de discípulo.
Esto es el Discipulado.
“Tenemos a nuestro Maestro dentro. Es Cristo.
Si no puedes captar nada a través de tus oídos ni de tu boca, retorna a Él en tu corazón, porque Él es quien me enseña lo que tengo que decir y a ti te da como Él quiere” (San Agustín In ev. Jo. Tr 20, 3).
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