Todo hombre que,
habiendo creído encontrar en sí mismo, en su propia razón, el conocimiento
necesario para su autodeterminación, no alcanza el pretendido resultado; se
reconoce necesitado de un otro, “tú, él”, persona, cuya presencia y experiencia
enriquece y abre camino al conocimiento del “yo persona”.
Para que dicha tesis pueda comprenderse me serviré de un fragmento del sociólogo George Simmel que nos permitirá, primero, comprender la circunstancia por la que nos es necesario el encuentro con un alter. Esto para que luego podamos definir si, segundo, la experiencia de un encuentro personal con otro alter trascendente nos alcanzará un escrutinio de mayor profundidad y claridad de nuestra propia inmanencia, de nuestro mismo ser.
"La intimidad de
esta relación procede del hecho notable de que la mirada dirigida al otro, la
mirada escrutadora es, en sí misma, expresiva; y lo es por la manera de mirar.
En la mirada que el otro recoge, se manifiesta uno a sí mismo. En el mismo acto
en que el sujeto trata de conocer al objeto, se entrega a su vez a este objeto.
No podemos percibir con los ojos sin ser percibidos al mismo tiempo. La mirada
propia revela al otro el alma al tratar de descubrir el alma del otro. Pero
como esto, evidentemente, solo sucede mirándose cara a cara, de modo inmediato,
nos encontramos aquí con la reciprocidad más perfecta que existe en todo el
campo de las relaciones humanas.
Se comprende pues, porqué la vergüenza nos hace bajar los ojos al suelo, evitar la mirada del otro. No sólo porque de esta manera prescindimos de comprobar que el otro nos mira en situación tan penosa y desconcertante, sino por un motivo más profundo; y es que al bajar la vista privamos al otro de una posibilidad de conocernos, la mirada a los ojos del Otro no sólo me sirve para conocerle yo a él, sino que le sirve a él para conocerme a mí. En la línea que une a ambos ojos, cada cual transmite al otro la propia personalidad, el propio estado de ánimo, el propio impulso. En esta relación sensible inmediata encuentra aplicación efectiva la “política del avestruz”; el que no mira al otro escapa realmente, hasta cierto punto, a su mirada. Para que el hombre se halle completamente ante el otro, no basta que este le mire a él, es preciso que él también mire al otro." (1)
Claro está y en la evidencia de, leyendo lates líneas, reconocer experiencias propias que atestigüen su explicación. Pero ahora nos exigirá dar el segundo paso que es, habiendo medido las posibilidades de una autopenetración de la propia inmanencia por el encuentro de la mirada con una alteridad semejante, comprender el enriquecimiento de dicha autoconciencia a profundidades mayores del propio ser personal, de la esencia misma de la identidad del yo persona. Y para esto nos ayudaremos de un fragmento de Agustín de Hipona exponiendo su propia experiencia de encuentro con el Alter Trascendente, único que lo puede penetrar en su alteridad y guiar a su propio encuentro.
“¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí»”(2).
Sólo el encuentro con el Maestro permite al Discípulo dar el primer paso al verdadero discipulado. La verdadera autoconciencia de la esencia del yo persona es la que nos permite, conociendo de donde partimos, desde la inmanencia de la propia interioridad, caminar claramente por un camino de discipulado hacia la trascendencia de la eternidad.
2 Agustín, ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!, Las Confesiones.
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